Transformarse en robot asusta un poco. Uno pierde el propósito cuando pasa de humano a máquina y en sí es una paradoja porque todas las máquinas nacen con un propósito.
Transformarse en robot sin propósito, asusta un poco más. Uno se encontrará durante el transcurso del día, en repetidas ocasiones, con la mente en blanco y las manos vacías. Contando los segundos para que pasen los minutos, se apuren las horas y se acaben los días.
Las tareas de un humano transformado en robot y despojado de su propósito son, a saber:
1. Pestañear para mantenerse despierto.
2. Disolver el tiempo en tareas mundanas.
3. Verificar la respiración de los cuerpos circundantes.
4. Aferrarse a esos cuerpos con abrazos silenciosos para evitar el encuentro de las miradas.
5. Arrastrar los pies por el asfalto al hundirse bajo el peso del propio cuerpo.
6. Esperar.
Transformarse en robot despojado de propósito que espera, es aterrador. Cuando el robot no tiene la opción de administrarse su propia falla vital, debe recurrir a la búsqueda de un nuevo propósito que, o bien lo vuelva a humanizar, o lo aniquile en su imposibilidad. Lo peligroso de la espera es que desdibuja el deseo espiritual. Cuando el robot no sabe qué espera, cuál es la verdad fundamental que lo lleva a apurar los días, pierde el deseo del alma, del espíritu, de lo inmaterial, de la mente. Queda, claro, la carne.
La carne y el metal, que tan bien se llevan cuando uno fractura a lo otro, lo intercede, lo desgarra separando las fibras con un frío infernal, eso queda. El metal que se clava y se tuerce y en su sensual baile se tiñe con la furia de lo rojo, de la sangre al igual que en el sexo, cuando dos cuerpos se degluten en una lenta digestión. Comer es el tercer deseo después de la violencia y el sexo.
Al robot no le importa.
Devora su sexo teñido de sangre con la misma pasión con que se lava los dientes o vacía la yerba del mate de ayer.
El robot espera. Y eso es lo peligroso de transformarse en robot.