Qué soy, qué soy, ¿a quién pertenezco? ¿Soy la misma que veo pasar frente al espejo? ¿Soy eso, ese o esa? ¿Soy esto? Me pregunto y no conozco, desconozco los errores, los desvíos. No entiendo el fuego que surge de mis entrañas. Cómo entender el propio fuego de uno mismo, de una misma. No entiendo los ribetes de la existencia que me devoran, carcomen; que me moldean y me mecen. Me roza la piel la parálisis de desconocerme, de saberme perdida e inhóspita en una espiral profunda de desencuentros con quien realmente me habita. ¿Dónde me habita? ¿Desde cuándo? Me conformé yo misma como ser alejado de mí. Siempre con “o” siempre lo otro. A veces pierdo el sentido. Desde mi lugar, no se puede comparar un estropajo de ropas rancias y rotas y viejas y curtidas y solemnes y antiguas que representan quien fui, quien no soy, quien nunca voy a ser con la incertidumbre de no saber jamás si alguna vez estaré en lo cierto. Me alejo de la verdad como un camino de fuego que me persigue porque si llegara a alcanzarme, recorrería cada rincón de mi alma quemando mis dudas y asiéndome firme. Depositándome en el fin del precipicio donde nada más quedará por descubrir. Todos los velos descubiertos y todas las verdades ocultas reveladas. ¿Qué más puedo esperar entonces? No pienso que haya nada más. Entonces escapo. Escapo con decisión, con convicciones de seguir huyendo hasta que nada quede de mí misma cuando el fuego consuma a ese pobre ser desgastado, hediondo y vencido en que me convertiré cuando lo haga. Porque habré sido derrotada, por fin y para siempre, por mi propia voluntad de no haber tenido el coraje, de no haber querido saber quién soy.
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Todo es como una página en blanco a punto de revelarse bajo la insistencia de unos ásperos dedos que pretenden destruirla.
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Caminos frágiles que forman las nubes de la conciencia de uno. A dónde irán a parar todos los pájaros que surcan el cielo de tus/nuestras ideas. Por qué soñamos con ficciones, a quién le pertenecen los ruidos que nos interrumpen el pensamiento, con qué derecho nos quiebran la reflexión. A dónde van, quién se hace cargo de revolver nuestras entrañas, de retorcernos el estómago, de atracarnos la garganta con gritos inaudibles y llantos desconsolados que nunca brotan porque el ojo ajeno nunca va a aceptar la miseria de no sentirse desgraciado. El ojo enajena. El ojo castiga, juzga y somete. Arranquémonos los ojos. Lloremos la sangre verdadera y quizás en los finos trazos carmín sobre nuestras mejillas, endurecidos al tacto de la palma de tu mano, encuentres que nuestras verdades son las mismas y sepamos finalmente quiénes somos.
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A veces hay que desaparecer por completo para hacerse visible.
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No hay árbol que tolere, la incesante lluvia de tu arrullo. No hay árbol, planta, ser vivo que soporte, que contenga el caudal de discrepancias de tu discurso errático que envuelve y agota y envuelve y agota y no cesa. No cesa. Y me ahogo en mi misma y con mis propias palabras respiro; pero no cesa.
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Anulación.
Carta magna de los impunes es la anulación del otro.
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