Ese domingo me fui a acostar con una sola cosa en la cabeza. Fideos. Se acercaba el fin del mediodía, pasando la hora en la que era aceptable sentarse a almorzar y el supermercado chino del barrio cerraba en una media hora. Yo seguía cebando mate, envuelta en un velo de ensoñación y una nebulosa mental. Apoyando el mate en la mesita, observé las descuidadas paredes del comedor, el sillón, la puerta de la habitación entreabierta. Apenas podía distinguir la figura de mi compañero estirado a través del colchón, durmiendo sin reparos. Como si no hubiera nadie a quien alimentar, como si no hubiera una vida a la que despertarse donde el fatídico número de las doce marca principios, fines, mañanas desperdiciadas, horas trasnochadas, falta de sueño o exceso de sueño. Como si toda realidad se desvaneciera frente a la almohada, despojándonos de dudas, de incertidumbres, de la angustiante presión que nos invade al momento de estar frente a la góndola y tener que decidir entre spaghetti y tallarines. Yo quería un poco de eso. Quería sentirme así, despojada. Queda media hora pensé. Si me tiro veinte, tengo diez minutos de margen para ir al supermercado.
En el instante en que mi pelo rozó la tela de doscientos diez hilos, cien por ciento algodón de mi juego de sábanas supe que me había equivocado.
Como todos los domingos al mediodía, en la casa de la abuela me esperaba un plato caliente sobre el mantel de la mesa del comedor.
Tradición, en fin.
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