Frutillas

Iba a escribir algo sobre lo imposible de la escritura. Una paradoja, una contradicción. Lo inabarcable de traducir desde la mente a las palabras como tratando de estrujar un trapo que siempre queda húmedo. Lo inaceptable del producto final, esas gotas imperfectas que chorrean por los dedos e inevitablemente se transforman en cualquier cosa, cualquier otra cosa. Iba a escribir algo al respecto, pero me detuve, me colgué pensando en las frutillas. Están caras las frutillas. Me enloquece el tema de los precios, ya sé, ya sé que el proceso inflacionario en una economía como la nuestra es una consecuencia compleja de la coyuntura política y extensos procesos históricos. Pero el precio y el valor también son conceptos que nos definen desde lo más profundamente humano.
Pienso en un viaje en taxi donde el chofer le sube el volúmen a la radio porque me vio por el rabillo del ojo tarareando bajito una canción. Ese viaje, si pudiera, lo pagaría más caro.
O el precio de la yerba para poder tomar unos mates con vos. ¿Cómo sabría a qué sabe tu saliva si no te convido un mate? ¿Cómo te miro a los ojos si no es con un gesto cómplice de “no es micrófono”? Pagaría millones por que nunca me faltara la yerba.
Las frutillas, objeto de mi deseo y mis pesadillas, son de un valor indudablemente abstracto cuyo precio se define por la variable de la voluntad del verdulero. Qué asco las frutillas cuando las paseo de tu boca hasta tu ombligo, ida y vuelta. Veo cómo te recorre el jugo del mentón hasta tu vientre, la frutilla se deshace y se pegotea en la piel. Quizás sea tan cara porque las codicio en la eterna desdicha de la duda de nunca saber si estoy pagando el precio correcto. No las compro.
Ahí quedan.

 


¿Cuál es el precio de escribir y leer y desnudarse ante gestos extraños que reaccionan a mi voz nerviosa y tímida, o quizás una falsa sensación de seguridad se apodere de mí y la voz me salga untuosa y sensual? ¿Cuánto valen estas líneas? ¿con qué se compran? ¿Quién le pone el precio a las frutillas?



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