Cuando vuelvo me recorren mil escalofríos y recuerdo. Y quiero llorar, quiero desarmar tu cadencia divina, quiero devorar tu sonido en mis oídos. Ese goteo incesante, esas pausas. ¿Por qué pausás? Quiero descubrir qué ocultan tus pausas, que me enseñes a leerlas en voz alta. A deletrearlas, a decirlas tan dulcemente como pronunciás: Anthony Blanche. Leo tus novelas preferidas, leo a Waugh. Encontré el libro por casualidad en la calle, me costó doscientos pesos. Una ganga. Leo solo para detenerme en el nombre, Anthony Blanche. Llego a tu parte preferida y la leo y la releo, mil veces. Alterno, en inglés y en español. Te recuerdo. Escucho tu voz, repitiendo ese nombre, una y otra vez, una plegaria en mis oídos. Suena a música, suena a pasión. Yo no existo, pero soy esas palabras, y ¡qué imposible todo! Qué imposible que existas, que te hayan ensamblado tan perfectamente, que tu esqueleto no chirríe con el desgaste de los años, que tu cabello rubio no destiña la suciedad de lo humano. Que sean tus manos las que escriban esas cosas que no entiendo cómo pueden ser escritas por alguien solamente humano. Sos enloquecedoramente humana. Indescriptiblemente humana. Tu divinidad no se explica y me desespera pensarlo, las ansias de una explicación burbujean y hierven en mi, rompen contra mis paredes como agua y termino empapada. No sé si en sudor o en lágrimas. Empapada. Viéndote a través de una pantalla, escuchándote a través de cientos de conexiones que hicieron, milagrosamente, que llegaras a mí. Como un regalo, te abrí con manos ansiosas y descubrí un néctar pegajoso, traté de sacudirlo y no pude. Vi moverse el envoltorio, una avispa salió disparada. La miré irse, no sin antes dar algunas vueltas a mi alrededor. No me alarmé, sabía que se iría. También.
Qué delicadeza lo imposible, qué servil para estas ocasiones donde hasta lo posible es fantasía por la cobardía de la vida común. Porque es terror lo que siento cuando te escucho. Es terror de lo posible, es escucharte y nada más.
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