Las neuronas y Oscar Wilde

A veces es solo pensar. Es subir los dedos temblorosos a la garganta y desatar con el pulso titilante los nudos atroces que se forman ahí. Ahí, donde yace la angustia, donde el dolor cierra las palabras y se vuelve indescriptible. Residen en la mente las vidas pasadas de viajeros sin rumbo, de todos quienes pisaron esta tierra alguna vez. Sus pies descalzos y fríos, repletos de las llagas de su andar. Esos mismos pies que pisan la zona tan delicada que es la garganta. La aprietan, la cierran y sostienen firme el nudo de la tristeza de no haber sido todos aquellos, de ser solo una. De no alcanzar a comprender nunca su historia, su espíritu. De la crueldad providencial de que se nos haya otorgado el conocimiento de saber de su existencia, de ser conscientes de su paso y jamás, nunca jamás, poder sentirnos iluminados. Las manos, también frías, porque la sangre no irriga estas extremidades, ni las que atan ni las que desatan, tiemblan ansiosas, las uñas se rompen con la fuerza de la tenacidad que requiere desatar estos nudos. Las uñas, todo su contorno sangra y arde y desespera no poder desenlazar la soga imaginaria.

Es así, es pensar, dejar libre por un segundo la imaginación engañosa. Formular ideas abstractas, sentir nostalgia de los caminos no recorridos, de las vidas no transitadas que una lleva a cuestas. Es pararse en la vereda, detenerse en una baldosa un poco rota, un poco gastada. Darse cuenta de que los ojos se van al cielo, mirar las nubes y preguntarse cómo es posible que sea el mismo cielo. Ese, el que miraron otros, el que miraron todos los demás. Ese cielo, sus transformaciones, sus destellos tormentosos, su cúspide de estrellas y su luna toda. ¿Es ese cielo el que miraba Oscar Wilde? ¿Es ese el cielo que mirarán cuando yo ya no esté? ¿Es este mismo cielo, el que miran quizás, los personajes de las novelas que nunca voy a leer? Sus escritores, agotando las plumas bajo este mismo cielo. Todas las personas que nunca voy a conocer, todos los libros que nunca voy a leer. Todas las combinaciones de palabras que nunca van a tener sentido, porque nunca las habré escuchado. Todos los lenguajes que no voy a comprender. Las miradas que no devolví. El sexo que no tuve. El sexo, canibalismo en su esplendor, devorarse los unos a los otros, las mujeres que imaginé llevándose mi tacto. Los cuerpos que nunca voy a habitar, que no son yo y que yo jamás podré ser. Qué increíblemente cruel saberse consciente de todas las faltas solo por su condición de ausentes e imposibles. Qué desgaste de energía no poder remediar los vacíos que deja la condición humana. Estas neuronas están aniquiladas del caos que implica pensar. La electricidad las recorre, frenética, buscando, generando, produciendo y olvidando. Todo se olvida pero, a veces, es solo pensar.

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